Lucía Irurita: "Del teatro me voy feliz"
El Teatro de Lucía acaba de cumplir un lustro de vida teatral y doce montajes produccidos. El recinto –alguna vez sede municipal, centro escolar, oficina de correos y hasta un antiguo billar de Miraflores– abre cada noche como una cálida sala teatral que recibe tantos aplausos como latidos de emoción o risas resuenan en su interior. Tras varias temporadas y cerca de cien obras teatrales, Lucía
Irurita, su principal impulsora (junto a sus hijas Sandra y Cécica Bernasconi), ha decidido despedirse de los escenarios, aunque lejos de nostalgias o dramas.
Ello explicaría el tenor de su reciente personaje en "La estación de la viuda", simpático vodevil del francés Eugene Labiche que estuvo en escena hasta hace pocas semanas. Madame Champbaudet es una radiante y encantadora viuda que no teme desafiarle a la vida, las convenciones sociales ni al tiempo. Con esa misma osadía y perseverancia, Irurita ha asumido todos los personajes que eligió por convicción. Su versátil carrera de cinco décadas (en cine, teatro y televisión) incluye algunos papeles despiadados y arriesgados y otros más candorosos y memorables.
En esta breve entrevista concedida a Crítica Teatral Sanmarquina, la destacada actriz comenta, entre gráciles recuerdos y confidencias sinceras, el nuevo rol que le espera fuera de escena. Por ahora prefiere irse "feliz" del teatro, como ella asegura, y guardar en el corazón todas las vidas que el escenario le permitió disfrutar antes que los reflectores se apaguen por última vez.
Ello explicaría el tenor de su reciente personaje en "La estación de la viuda", simpático vodevil del francés Eugene Labiche que estuvo en escena hasta hace pocas semanas. Madame Champbaudet es una radiante y encantadora viuda que no teme desafiarle a la vida, las convenciones sociales ni al tiempo. Con esa misma osadía y perseverancia, Irurita ha asumido todos los personajes que eligió por convicción. Su versátil carrera de cinco décadas (en cine, teatro y televisión) incluye algunos papeles despiadados y arriesgados y otros más candorosos y memorables.
En esta breve entrevista concedida a Crítica Teatral Sanmarquina, la destacada actriz comenta, entre gráciles recuerdos y confidencias sinceras, el nuevo rol que le espera fuera de escena. Por ahora prefiere irse "feliz" del teatro, como ella asegura, y guardar en el corazón todas las vidas que el escenario le permitió disfrutar antes que los reflectores se apaguen por última vez.
¿Cómo se
acerca al teatro?
A mí siempre me gustó el teatro, lo que es curioso
porque en mi familia no había artistas que yo recuerde. A los siete años solía llamar
a la familia de los altos de la casa para representarles ¡sabe dios qué! Cuando
tenía 14 años un amigo de mi hermana, al que siempre le decía que quería ser
actriz, vio un anuncio de la Escuela Nacional de Arte Escénico (ENAE). Ese
mismo día fuimos y me aceptaron.
Mis papás no querían fuera actriz así que me
iba a escondidas a la ENAE. Entonces las clases eran de seis a nueve. Mi hermana
me acompañaba todos los días y les decíamos (a mis padres) que íbamos a
aprender inglés. Logramos ocultarlo un año más luego les dije, pero no les
gustó. Poco a poco se fueron ablandando.
¿Qué
recuerda de la ENAE de ese entonces?
Era una maravillosa escuela. Teníamos clases
de todo: Historia del Arte, Literatura, Arte Dramático, Castellano y mucho más dictado
por buenos maestros. Estuve tres años. El director era el doctor Guillermo
Ugarte Chamorro, quien levantó un pequeño teatro para que los alumnos actúen. La
primera obra en la que actué fue “El abanico” de Carlo Goldoni y me recibí con
una pieza del francés Moliere.
¿Era fácil
ser actor en esa época?
Cuando terminé la escuela, ya había algunas promociones
de actores desde cinco años antes. Ugarte Chamorro me contrató para seguir
trabajando en el mismo teatro que él había hecho. Hice dos obras ahí: “Una
farsa en el castillo” y “Pago diferido”. Luego me llamaron de la Compañía
Nacional de Comedias. En ese entonces se estilaba que cada actor tuviera una
compañía con su nombre.
Existía la Compañía de Lucía Irurita, la de Carlos
Gassols, etc., que trabajábamos generalmente con los mismos actores. Los
montajes paseaban por la Sala Alcedo o La Cabaña. Antes de viajar becada a Italia
recuerdo haber tenido una temporada en el teatrito de Radio Mundial de la
señora Melba Luna. Hicimos tres o cuatro obras a sala llena. Había bastante
público y los teatros desbordaban.
¿Era un verdadero
boom?
Llevamos las mismas obras al Teatro La Cabaña
y reventaba de gente. Desde afuera se peleaban por las entradas. No he vuelto a
ver algo similar. Me animaría a decir que antes había más público que ahora. Actualmente
la gente repite que hay un boom, pero es mentira. El único “boom” es la infinidad
de teatros que han brotado por todas partes desde los que nuevos grupos trabajan
sus proyectos. A nosotros nos han pedido el teatro los martes y miércoles para obras
como “Esperando a Godot” y también las matinés de los sábados y domingos para “Coco.
Crecer no significa dejar de soñar”
¿Por qué no
crece el público?
Es difícil decirlo. Existe tanta oferta
teatral para todos los gustos y bolsillos. Quizá, el público –los jóvenes,
generalmente– va poco al teatro porque prefiere ir al cine. No se les está inculcando
desde el colegio que el teatro es cultura, un espacio en el que verse retratado.
Económicamente, hay ofertas para todos.
¿Qué
personajes recuerda con cariño de su trayectoria?
En “Seis personajes en busca de autor” de
Luigi Pirandello hice de “La Hijastra”. Fue tan maravilloso el papel que la Embajada
de Italia me otorgó una beca para ir a estudiar a Roma. Luego recuerdo a “Flora
Tristán” que escribió Sebastián Salazar Bondy. Cierto día me dijo: “Te voy a
escribir una obra maravillosa”. No mintió.
Quince días después nos reunimos a leer su texto:
eran tres estampas muy bien escritas que no he olvidado. Entre mis últimos
personajes recordaría los lindos papeles que tuve en “De repente el verano
pasado” de Tennessee Williams y en “Teresa Raquin” de Émile Zola. He hecho más
de cien obras, todas las he elegido por convicción y los personajes fueron hechos
con amor, pasión e intuición.
Estuve en Ecuador, Bolivia Venezuela,
Colombia, España y unos diez años en México. Ahí llegué luego de hacer un
monólogo de una prostituta de “Pantaleón y las visitadoras” de Mario Vargas Llosa.
Era un texto muy simpático que incluía canciones y bailes. Unos mexicanos lo vieron
y me contrataron por cien funciones en el Distrito Federal y en provincias.
Trabajé en televisión y teatro.
Luego mis dos hijas (Sandra y Cécica) me
llamaron y me dijeron que pase un tiempo con ellas. Volví al Perú y mi regreso
a México se fue aplazando mes a mes. Más pudo el cariño por mis hijas y estar
con ellas. Siempre digo que me arrepiento mucho no haberme quedado en México cuando
ya me había abierto un camino.
Ellas
también son actrices…
Hubiera preferido que no sean actrices,
especialmente, en el Perú. Yo he tenido suerte porque siempre he tenido
trabajo. Cuando hacía televisión (canales 5 y 4) los sueldos eran buenos para
las telenovelas. Ahora es más difícil conseguir un papel porque son cientos los
actores que egresan cada año de talleres o facultades.
Está claro
que existe mucha competencia…
Tenemos buenos actores y actrices. Lo malo de
nuestro medio es que no se abren las oportunidades para contratar a nuevos talentos,
sino que se apuesta más por quienes aparecieron en una película que alcanzó éxito.
Quizá, sea un tanto de suerte.
¿Prefiere el
teatro o la televisión?
Me han llamado en varias oportunidades para
trabajar en televisión, pero ya no quiero. ¡Imagina despertar a las siete de la
mañana y quedarte grabando hasta las once de la noche…! En el teatro es más
tranquilo: repartes los papeles y te reúnes para ensayar y hacer el montaje. Ya
en temporada suelo llegar al teatro a las seis y media de la tarde, me maquillo
a las siete, a las ocho tengo función y a las diez me retiro. Gracias a Dios a
mi edad tengo buena memoria y puedo memorizar fácilmente la letra.
En abril el Teatro de Lucía cumplirá cinco años, ¿cómo les ha ido?
Al volver de México tenía El arlequín, un
teatro situado en la avenida Cuba, pero lo vendí. Este local, en cambio, era un
antiguo y primer billar de Miraflores. Mi marido Carlos Bernasconi y dos de sus
amigos (César Ruiz y Félix Oliva) alquilaron este salón y después lo compraron.
Lo administraron por espacio 40 años antes de separarse.
Luego de ventas y traspasos entre Félix y
César, el billar quedó en manos de Carlos. Me costó esfuerzo convencerlo. Me
decía: “Acá estoy bien. Me vas a mandar arriba”. Ahora está más cómodo arriba.
Entonces empecé a instalar el teatro. Fue difícil porque había que cumplir con
todas las licencias de la Municipalidad de Miraflores y aquí estamos.
¿Los
montajes suelen ser rentables?
Cuando recién estrenamos no tuvimos mucha
publicidad. Hicimos “Divina Sarah” con Hernán Romero. Tuvimos regular público.
Poco a poco fuimos creciendo y ya tenemos uno sector cautivo. Hacer teatro no
es un negocio: parte de lo invertido no se recuperó, pero permite captar dinero
para montar la siguiente obra. Con algunas obras hemos logrado repletar las
funciones de nuestra pequeña sala.
¿Cómo llegas
a seleccionar “La estación de la viuda”?
Las tres (Lucía, Sandra y Cécica) leemos
mucho teatro. Yo tenía ganas de hacer una comedia porque acababa de hacer dos
dramas –el último fue “Teresa Raquin”– y quería algo completamente distinto.
Eso me agrada. He tratado de combinar géneros porque estoy convencida de que un
actor no debe encasillarse.
¿Y cómo
decide despedirse del teatro?
Un día me levanté un día y dije: “Ya no voy a
trabajar más”. Durante la promoción de la obra se anunció que esta era mi
última obra y ya no me quedaba más que aceptar. Aunque sinceramente no creo que
trabaje más. Ya he hecho bastante, pero si algún día encuentro un personaje que
me encante, lo haría. Lo que me interesa ahora es dirigir.
¿Qué le
llamó la atención de Madame Champbaudet?
Siempre veo la personalidad del personaje.
Qué quiere decir, si es una persona trágica, perversa o bondadosa. Me gusta
pensar qué le puedo sacar y hasta puedo sentirme cómoda con el personaje o
saber si puedo destacar (hacerlo bien) y que lo hago con cariño y amor. Cada día
que estas representando, vives la vida de otro.
La viuda Champbaudet, por ejemplo, es un
personaje distinto. No era muy natural pero tampoco farsesco. Encaja perfectamente
en ese universo de nuevos ricos que Eugene Labiche –autor de la obra– satirizaba.
De hecho, él era uno de ellos. Además, deja una enseñanza sobre las ilusiones
amorosas en una mujer de esa edad.
¿Se sintió
cómoda con el papel?
Todo fluyó en el proceso que dirigió Norma
(Berrade). Ella estudia la obra y acepta los aportes de cada uno. Sobre eso va
corrigiendo los matices de lo que quiere que sea natural o no. Yo estuve cómoda
hasta en las canciones: de muchacha tenía bonita voz, aunque no mucho oído. En
el monólogo de “Pantaleón…” cantaba muchas canciones francesas, pero ahora en
escena el calor me pone ronca y no te imaginas los gallos que pego.
¿Con qué
frases resumiría su trabajo?
Del teatro me voy feliz. Todos los años y
temporadas fue feliz y eso que cuando éramos muchachos nosotros hacíamos de todo:
desde producción, boletería, armábamos la escenografía… He amado esta
profesión. No me quejo de las críticas ni del público. Estoy muy contenta de
haber sido actriz.
Finalmente,
¿qué opina de la crítica teatral?
Cuando la crítica es de buena fe, sirve;
aunque considero que muchas veces la crítica se equivoca. Personalmente nunca
le he hecho caso así me ponga sobre las nubes o en los suelos. En mi época
había seis o siete críticos académicos que se reunían para dar un premio. Ahora
veo que se han juntado varios grupos de Internet y les agradezco que nos hayan
otorgado el premio al mejor actor (Claudio Calmet), actriz (Lucía Irurita) y
puesta en escena (La estación de la viuda) por decisión del jurado.
Entrevista: EDER GUARDA / LUISA RAL
Crítica Teatral Sanmarquina
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