Desde el inicio, la propuesta escénica nos sitúa en el aroma de la pérdida, un advenimiento de algo apenas intuido, un presentimiento esquivo. El apego por el hogar, que se manifiesta en una mancha vieja en el suelo, remite a una temporalidad, a una suerte de mitología familiar que se circunscribe en los detalles, en el desgaste de los objetos, llenos de afecto y vivencias, una mancha que se ha hecho familiar, que deja de ser suciedad y pasa a ser algo así como un ente vivo que es parte de la familia, la huella humana que delata los vínculos. Una salpicadura de vino derramado que embriaga el hogar en un festín dionisiaco, una suerte de Sabbath doméstico en el deseo de juego, que resiste a todo intento apolíneo de orden. Esa mancha que superó su condición de mancha y que se hizo aroma, esencia. Es el perfume de esa otra arquitectura, la que no es geométrica, la espacialidad íntima que subyace a toda mera extensión física. Lo espacial teñido de calor humano, de códigos de lo subjetivo, que hacen incalculable toda valuación.

En la obra, lo íntimo se nos presenta en el armario, las sillas fusionadas a la tierra, situadas de cabeza, los extramuros que han crecido para dentro, haciendo simbiosis con los muebles. La casa habla, sin duda es una fenomenología del espacio, más aún, una fenomenología del hogar. Las contiendas entre lo público y lo privado, con sus tensiones sociales, son sintetizadas en esta absorción espacial que nos hace miembros activos de ese clima familiar.
En ese sentido, el armario, por ejemplo, inserta el factor de la intimidad estética, de los secretos familiares y las honduras cuyas compuertas se abren o cierran como heridas y cicatrices. En su Poética del Espacio, Gastón Bachelard, nos invita a ver estos rincones vivos como una dialéctica del secreto/develación, una epifanía de la narrativa íntima, de las potencias del silencio, una reserva de la intimidad. Esto, en algo circunscrito en lo que el geógrafo Yi-Fu Tuan llama topofilia, una emoción que refiere a la relación de los vínculos afectivos con la materialidad espacial, en lazos que detentan diversidad de sutilezas, intensidades y gradaciones afectivas que arraigan raíces, en este caso, en la patria doméstica, en el Jardín de los Cerezos. Sin embargo, estas gradualidades de la sensibilidad humana, no son ajenas a la estratificación social.
Fidel, el más antiguo de los sirvientes, desprende candor. Su nombre, que se asocia a la fidelidad, habla de esa pureza que se ha sedimentado en el vínculo de Señor-Siervo, “el siervo necesita a su señor/el señor necesita su siervo”, una imagen dialéctica hegeliana, que remite a la necesidad amo-esclavo, en esta domesticación del vínculo, ambos se han entrelazado, uno media el jardín para el otro, lo necesita para no desarraigarse de la tierra, de la naturaleza.
Esta relación de servidumbre dispone a que Fidel se haga Fiel, a que se Fidelice. La escena en la que vemos a un Fidel expuesto, en la orfandad ontológica, penetra la ternura de lo íntimo, posible en esta alienación esencial entre señor y siervo, que santifica a Fidel, al no contrariarse por dicho vínculo, y aceptar su estamento como una predestinación de clase, eso lo eleva, resolviéndose estéticamente en la figura del Cóndor. Es una escatología de la inocencia, lo puro aparece como una soteriología de lo propio, Fidel vuelve a sus raíces, después de haberse donado a esta familia de abolengo. Es curioso cómo después de que Julio, uno de los criados que intenta mimetizarse con la alcurnia, intentando ensayar sus modos y formas, hable de su afiliación al águila, y posteriormente aparezca el cóndor.
Filosóficamente el águila ha significado para los romanos su fe en la técnica y la modificación de los entes, un símbolo de la reductio, una manera occidental de tomar al ente y transformarlo en otra cosa, en el caso del águila, en una presa, en el marco de la depredación. A gran escala, en la transformación de la naturaleza en civilización. Esto resulta polémico, ya que implica la deformación del ente, que es reducido en su esencia para la transubstanciación de la misma, en otras palabras, dejar de ser lo que es, pasa a ser otra cosa, se le cosifica.

Este es otro punto que la obra interviene con ingenio. Constantemente está la figura de Dalila, una entusiasta emprendedora venida a más, que aparentemente busca el lucro, la explotación de la tierra, del espacio, de la casa. En ella la casa deja de ser templum, para ser comercio. Ya no se puede contemplar, esto es, hacer templo del hogar. En vez de eso, hay que hacer cifras, números, cuentas. La casa pierde su aroma, y pasa a ser mera contabilidad. Deja de ser honda, para ser extensa. Se ha vuelto un espacio geométrico, medido, con la métrica del comercio y la gramática del progreso.
En varias escenas se logran vislumbrar los impulsos frenéticos de Dalila, que, por momentos, escalan a la compulsión, en la lógica de la acción. Ella emprende. No reposa, no descansa, va en traje, dando la impresión que está en camino a un meeting, incluso cuando ya puede “descansar”, se inserta en los imperativos del rendimiento, haciendo contenido, produciendo. El deporte y las stories se podrían leer como metáforas de la mercantilización y reproducción del ocio. En Dalila el ocio se hace ‘neg-ocio’. Los stories expresan la serialidad frenética del mercado, una repetición en serie que no agota la necesidad de Dalila por expresar algo más visceral, esa demanda que surge de sus entrañas por subvertir el orden. De ahí que, tras su cometido, la dialéctica señor y siervo se traslada y reproduce en su propia persona, en una vorágine cíclica.
Del otro lado, Leonidas y Angélica, están familiarizados con el ocio, tienen capital lúdico. Cuando Dalila habla sobre ser prácticos y decidir sobre la casona; ellos prefieren detenerse a jugar. Cuentan sus pecados, no como un mero inventario de contabilidad, sino como el cuento en tanto narración. Byung Chul Han hace esta diferencia, en cuanto el mero recuento (Zählung) se distingue de narrar una historia (Erzählen). Así, ese juego entre hermanos va creciendo hacia una dimensión que abre camino a las heridas, a las intimidades, a lo sagrado de la subjetividad, como un preámbulo, a lo profundo. Esa es la interacción entre el ocio y lo íntimo. Entre el juego y lo sagrado. Vallejo lo expresó al unir divinidad con juego, en Los dados eternos. El juego se hace ceremonial, una liturgia de lo afectivo, lo personal. Lo privado, entonces, se emparenta a lo divino y terapéutico.
Ese momento, de intimidad fraterna entre Leonidas y Angélica, se hace cofradía, un soporte capaz de sostener el dolor, en el silencio, la divagación, la fiesta, el ocio, a fin de cuentas, el juego. La propiedad privada se erige como el patio de lo sagrado, el ‘con-tem-platio’, que da profundidad a los corazones y las almas, que hablan de su dolor. Es un trato sagrado de las heridas personales. Angélica y su pérdida expresan esta tensión entre el ocio que faculta para lo terapéutico en un envoltorio de juego y, por otro lado, las pretensiones pragmáticas de Dalila que busca el neg-ocio, que opera en el lucro y carece de tiempo. Lo terapéutico necesita de tiempo, de un afianzamiento que solo se puede alcanzar con la lentitud, con el reposo, con la maceración del dolor.

No obstante, Leonidas complementa esta perspectiva con sus pantalones cortos, típicos de los niños en la modernidad. Los pantalones largos eran signo de transición a la vida adulta. De modo que, Leonidas es ese adulto que trae consigo al niño. Cuando aparece en escena con su caja de Risk “el juego de la dominación global”, podría leerse como el niño rico jugando a dominar el mundo. De otro lado, Antonio dice: “nuestro país es el jardín entero”, en un sentido expansivo, como un cosmopolitismo libertario y existencial, ¿y Leonidas? ¿Qué nos dice esto de la relación entre juego, territorio, ocio? ¿Qué pasó con Leonidas? En contraste, Alma y Antonio quieren un nuevo jardín, en su juego confluyen el ocio y el proyecto, el amor esperanzado que juega a soñar territorios en la periferia y la voluntad de hacer realidad ese nuevo jardín.
Por: Giuliano Milla Segovia
Ficha Técnica
"Niños caen de los árboles"
Dramaturgia y dirección: Mariana de Althaus
Producción: ICPNA Cultural
Elenco: Mar Balarezo, Lucho Cáceres, Brian Cano, Augusto Casafranca, Kiara Quispe, Carolay Rodriguez, Kareen Spano, Sammy Zamalloa
Temporada: Del 9 de mayo al 29 de junio del 2025, jueves a sábado, 8 p. m. Domingos, 7 p. m.
Lugar: Auditorio ICPNA, Miraflores (Avenida Angamos Oeste 120).
Crédito de las fotos: Paola Vera
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